Comenzar fue sencillo. Lo verdaderamente difícil fue mantenerme ahí. Aún recuerdo el día que llegué a Londres. Llevaba, como era costumbre mía utilizar cada invierno, mi abrigo viejo. Ese abrigo que fué de mi abuelo, y que tanto me distinguía. Recuerdo la vez que, en un viaje de heroína, un amigo mío me hubiera asesinado, si no hubiera sido por que, a pesar de su estado, pudo reconocer mi abrigo antes de enterrarme aquella navaja que le regalo su padre. Eran tiempos difíciles en aquellas calles de mi antiguo barrio. Todos luchábamos por sobrevivir, por tener algo con que calmar los vicios y el hambre. Los pocos que salían de ahí, lo hacían muertos. Excepto yo. Salí de ahí, muy a costa mía, para vivir de nuevo con mis padres. Mis tíos hicieron un gran trabajo cuidando de mi, o al menos eso quiero creer.
Regrese con mis padres a vivir en su enorme casa en las orillas de un pueblo cuyo nombre no recuerdo y jamás pude pronunciar. No duré mucho ahí. Los estudios, algunos negocios fracasados, y unos amores por demás insípidos fueron los que al final hicieron que terminara aquí, en Londres, tan lejos de todo lo conocido. Recuerdo ese día, tan claro. Voy bajando del tren que me trajo desde Francia. Cierro mi abrigo. Hace más frío del que esperaba. Pido un taxi que me lleve a un hotel decente. Al fin una buena noche de descanso. Cierro los ojos y escucho una voz. Jamás supe que aquella voz, que en ese momento sonó tan rara, con su peculiar acento inglés, se convertiría hoy en día, en uno de los motivos por los cuales no he huido de Inglaterra como lo he hecho de tantos lugares desde que abandone mi barrio. Era el comienzo. Al otro día, sabría de donde provenía esa voz, y lo que eso implicaba.
Conocer a aquella persona no fue lo difícil. Lo complicado vino después. Aunque honestamente, mucho antes de lo esperado.
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